viernes, 11 de enero de 2013
Cachitos de felicidad
Cuando eres paciente diagnosticado con depresión clínica mayor, la felicidad es algo que ni siquiera deberías aspirar a alcanzar.
Hablo de esa felicidad que aparece en las películas o esa fotografías de aire “optimista” donde aparecen personas riendo a carcajadas mientras se abrazan unos a otros dispuestos a tener un final feliz en cada una de sus historias de amor perfecto (quizás exagero ¿no? eso es un verdadero cliché sobre el significado de la felicidad).
No, un paciente de depresión sabe que esos “lujos” no son para él. Para nosotros la vida es una lucha de “día a día” que comienza cada mañana al abrir los ojos sin más expectativas que vivir “lo mejor que se pueda” y termina cuando tus ojos se cierran en un intento desesperado por conciliar el sueño (la mayoría de las veces).
Las personas a tu alrededor suelen desesperarse por tu negatividad y buscan desesperadamente hacerte ver todo lo que está a tu alrededor y que se supone te haga “feliz”. Creo que no se percatan de que uno no está ciego y es capaz de ver por sí mismo y lo que tiene, sin embargo los sentimientos van más allá de tu control.
Sin ahondar en ese asunto, es precisamente este hecho lo que hace de nosotras personas hipersensibles a los momentos. ¿A qué voy? Nuestra vida se mide en momentos pequeñitos que aparecen de vez en cuando y que hacen que haya valido la pena levantarse de la cama por la mañana. Esos momentos suelen requerir un esfuerzo o acción específica para ser creados, pues pocas veces surgen espontáneamente (aunque cuando surgen son verdaderos oasis en el desierto). A veces puede ser tan insignificante como tener un par de minutos para disfrutar un buen café lo que te levante el ánimo en un mal día, una pequeña caminata, un detalle en el que no habías reparado anteriormente, percibir un objeto que traiga a tu mente un recuerdo agradable, hasta detectar un aroma en el ambiente; por lo general cosas que para los demás simplemente pasan desapercibidas.
Esta mañana estaba casi preparada para ir mal, mi noche fue pésima, mi sueño escaso y las actividades programadas (que por cierto no estaban programadas por mí sino por alguien más para ser realizadas casi a la fuerza) no eran precisamente agradables. Ya levantandome con pie izquierdo por lo anterior, decido activar mi tan frecuentemente utilizado “piloto automático” que me sirve principalmente como mecanismo de defensa, para ser un robot de carne y hueso. No siendo suficiente con eso, se añaden detalles de aquí y de allá que comienzan a subir mi “estresómetro” y aun no dan ni las 9.00 am.
Salgo de casa con mi madre y mi abuela, hacia la clínica 90 de Coahuila, que está más allá de donde el aire da vuelta, pasando primero por otras pequeñas paradas técnicas que solo hacen que el tiempo se esfume y me obligan a ir a raya con la velocidad del auto y cumplir con la dichosa cita a tiempo. Después de casi una hora llegamos al fin; el guardia solo deja entrar a la clínica a mis acompañantes y claro, ya que yo soy solo el chofer deberé esperar afuera por poco más de una hora, al menos. Ya que no me sorprende el hecho de quedarme fuera, pues no es la primera vez que pasa, decido aceptar el reto de convertir mi tiempo de espera en el mejor momento de mi día.
Subo al coche, conduzco hacia un establecimiento donde pueda conseguir un buen café, un cargado café latte con un toque de canela es mi elección. De nuevo en el auto coloco mis lentes oscuros, escojo mi estación de radio favorita y subo el volumen al tope, empiezo a conducir.
Ya que estoy prácticamente a las afueras de la ciudad de Torreón, decido ponerme en marcha hacia la siguiente, Matamoros. La bala, crawling, I just want you to know who I am, killing me softly entre otras son las canciones que para mi fortuna me acompañan en el recorrido a 100 km/hr que solo se hace más lento ante lo predecible, un retén militar (típico no?).
Paso el retén y veo el velocímetro aumentar nuevamente continuando con mi pequeño viaje a ninguna parte. Tomo la carretera a Parras (me hubiera encantado decirles que pude llegar hasta allá), recorro unos kilómetros más y comprendo que es hora de regresar pues pronto mi madre y abuela estarán esperando fuera de la clínica. Doy un mini recorrido por las angostas calles de la pequeña ciudad, y salgo a retornar para comenzar mi regreso a mi día. Otras canciones más y empiezo a ver a lo lejos las puertas de la 90. Para extenderme un trozo de momento más, la radio conspira a mi favor y me regala “me siento vivo” del grupo fobia, canción que no representaría nada de no ser porque me fue dedicada por un amigo de esos que no encuentras en cada esquina.
Casualmente al estacionar, mi madre y abuela van saliendo de la clínica, sin siquiera imaginar lo mucho que mi día ha cambiado y con una sonrisa interna, que seguro se notaba en el brillo de mis ojos.
No quisiera extender este escrito en vista de que puede convertirse en aburrido, solo mencionaré que la felicidad (al menos en mi caso) no viene de eventos, cosas, personas, no se contagia, ni se trasmite como muchos han llegado a concluir. A veces no importa lo que digan o hagan a tu alrededor, tu simplemente no estás conectada con lo que pasa y te encierras en tus propios sentimientos. Mas bien, la felicidad viene de ti en el momento en que te conectas con el “mundo de los vivos” y decides disfrutar el momento. No tiene que ser necesariamente un momento extraordinario, una fiesta o un evento particularmente especial, solo uno donde logres conectarte a la vida y sentir hasta el aire que respiras.
Y sí, esos momentos son muy breves y hasta efímeros, pero pueden ser el motivo que te mueva a pararte de la cama al día siguiente…
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